Tío Luis

Para mamá, que vive en la playa

Más allá de lo inverosímil de la historia, se sentaron a discutir muy seriamente si todo lo que les había dicho papá era cierto o no. Luis pensaba que sí. Tenía siete años, pero parecía de más. Augusto pensaba que no, que no podía ser cierto, que cómo va iba a ser verdad… aunque la historia era realmente interesante, y se hubiera sentado a escucharla otras mil veces más. Augusto tenía en ese momento nueve. Esos son mis dos hermanos. Ahora que somos mayores, recordamos todos esos cuentos, aquellos veranos, allá guardados en un lugar muy privilegiado y muelle en la memoria... Porque podremos escapar de todo, de todos nuestros problemas, pero no de lo que recordamos… esas diapositivas que se repiten una y otra vez y que aparecen sin que nadie las llame. Porque somos nosotros mismos. Esas anécdotas somos nosotros y lo que somos hoy, sin más. Y con todo aquello, nuestra madre, y papá, quienes nos dieron todo este bagaje de sedimentos cerebrales que llevaremos para siempre, a todos lados. Entre estas cosas, la historia que acababan de escuchar pequeño Luis y Augusto, y todo, absolutamente todo lo que vino después.

Yo escuchaba sonriendo, y los veía, ojitos abiertos y brillosos mientras papá hablaba y bajaba los tonos, y se movía, y callaba, y las cosas que necesita una buena historia para ser contada, para que sea una buena historia. Porque a esa edad no importa si es real o no, importa que, ahora de viejos, nos lleve a ese momento en nuestra vida, a ese exacto lugar entre todos los que estaremos, a todo ese verano. Y al tío Luis. ¿No es acaso lo que queda de nosotros toda esa buena historia que les dejamos a los demás?

Decía que escuchaba a papá. Les contó el relato unas semanas antes de irnos de vacaciones a la playa, para que queden regulando la cuestión, y un poco para bajarles el “ansiómetro”, que desde que saben la fecha de partida, estos dos se ponen como mosquitos en verano.

- Dicen que hay un caracol. De seis colores. Solo ha sido visto por muy pocos. Los primeros en verlo fueron unos colonos portugueses cuando llegaron a Brasil, bien al norte de Brasil. Al principio solo era un caracol, solo la parte dura, porque la babosa que lo cargaba murió al poco tiempo de ser hallado. El colorido amuleto fue escondido, porque se lo consideraba un tesoro, y los primeros colonos no quisieron llevarlo a los reyes de Europa. Lo escondieron, dejando un mapa cifrado.

- ¿Qué es cifrado?- preguntó Luis totalmente inmerso en el relato.

- Con códigos secretos, significa- explicó papá, y lo miró, generando misterio.- Pero cuando volvieron los colonos a Brasil, el caracol no estaba allí, el cofre donde estaba escondido se lo había tragado el mar, con la marea… y dicen que viajó muchísimos kilómetros al sur. Y dicen… dicen… (pausa esencial) que está en las costas argentinas.

- Pero, esperá – interrumpió el más pequeño- ¿a dónde vamos nosotros?

- A San Eduardo del Mar.

- ¿Y eso es “las costas argentinas”?

- ¡Más vale, pavo!- dijo Augusto, mordiéndose el labio inferior y levantando las cejas, como si no fuera obvio.

- ¡¡¿¿O sea que lo podemos encontrar??!!- dijo casi gritando Luisito con una expresión tan optimista como ingenua. No me requiere mucho esfuerzo recordar la cara de mi hermano pensando que iba a encontrar el caracol.

- Pero esperen. Lo más, más “más mejor” de todo – continuó papá- es lo que hace el caracol. Tiene poderes mágicos. Le da al débil y al enfermo una fuerza que nunca tuvo. Lo revive por muchos años más.

- ¡Fua!- corolario de Luis niño.

Para ser sincero, los tuvo quietitos esas dos semanas. Muy efectivo realmente. Se los veía trazando mapas, Almirante Luis y Adelantado Augusto, en la empresa de búsqueda y hallazgo del caracol de la fuerza.

Papá y mamá habían construido una casita en San Eduardo del Mar mientras estaban de novios, prontos a casarse. Papá era todo lo que se le veía. Un manojito de buenas intenciones. Chiquito y flaco, más pequeño aun en sus últimos días, y era su leve voz apagada y constante, eterno grito entre mis sienes, y mamá era una sola bola de nervios, inquieta y fresca. Ella nos enseñó a cocinar bizcochitos de grasa. Y tortas fritas. Y si hay alguien que extraño, son a papá y mamá, en su casita de San Eduardo.

En la entrada había un caminito de piedras que fueron trayendo de la escollera. Cuatro veranos tardaron en terminar esa entrada. Junto al caminito y salpicando todo el lugar, casuarinas, araucarias y esos árboles que tienen piñas, cuyos nombres nunca recuerdo. A las casuarinas sí, porque eso es mamá: las casuarinas que rozo cada vez que voy entrando a la casita que nos dejaron en la costa.

Bien, ese verano, ese preciso verano, crecí.

Apenas llegamos los dos locos que tengo por hermanos saltaron del auto y, atropellándose, se metieron en la casa. Mamá tenia mil cosas bajo de los brazos y se aventuró con los chicos. Yo entré como siempre, con la lentitud que heredé de mis abuelos, y papá… papá se quedó parado al lado del auto, casi sombra, casi viento, y agarró algunas piñas que estaban por ahí, para quemar por la noche. Como si ver el ardor de esas pelotitas de leve madera significaran el consuelo de la perfección cumplida.

Al día siguiente iríamos a la playa, con todo. Con la pelota, los crucigramas, los tejos, la guitarra, los libros… y la comida, y el perro, y el diario… todo el frenesí de caminar descalzos hacia el mar, eterno dios dormido y paciente, que nos espera para sorprendernos una y otra vez con su misma canción de olas rompientes.

Y así es, llega el primer albor del estío. La vida es otra allí, y entra sin pedir permiso por todas las ventanas, blando céfiro que acaricia nuestros rostros soñolientos y alegres. Mamá está despierta hace rato ya y los chicos están esperando el “vamos” para salir disparados a toda velocidad por la primera carrera a la primera agua de la orilla, carrera que consagra la primera victoria estival, y aunque se pierdan todas las demás, el título queda escrito e incontestable: “no importa, yo gané la primera”.

Y al grito de “vamos” se activaron todos los mecanismos. La inmensidad del mar es algo ciertamente misterioso. Porque, en definitiva, es monótono, siempre igual, y a uno lo llama, una y otra vez, con una fuerza que no es tan fácil de explicar. Esa es la magia del dios dormido, siempre atento, siempre ahí.

Augusto y Luis desaparecieron por completo en la infinidad de la arena, almas libres. Yo sabía perfectamente lo que iban a hacer. Salieron con una brújula hecha con un yo-yo y toda la cartografía con tanto esmero trazada días antes, manufacturadas a base de envoltorios de pizzas, usando las manchas de aceites como mares, islas y ballenas, y sobre todo con imágenes de las posibles formas y colores del caracol milenario. Qué bella idea: encontrar un solo caracol entre diez mil millones. Si eso no es alma grande, que alguien me explique de nuevo, por favor, en qué consiste ese concepto.

Después de un tiempo, muchos años después, me enteré por Augusto cómo fue todo. Y fue así: Ese mismísimo primer día de playa fueron los dos a juntar caracoles. Sabían perfectamente que la brújula no servía y que los mapas no los llevarían a ningún lado, pero, ¿qué sentido hubiese tenido el juego sin toda esa puesta en escena? ¿Y arriesgarse a encontrar el caracol por pura suerte? ¿Sin haberse comprometido con la causa? ¿Sin haber empleado tiempo, ingenio? ¿Sin haber sacrificado un yo-yo nuevo con la entera esperanza de la recompensa final? Poca cosa habría sido encontrar tamaño tesoro por pura casualidad.

Buscaron, y buscaron, hasta llenaron unas cuantas bolsas plásticas con caracoles, todos distintos entre sí, en tamaños, formas, colores. Y no se cansaban. No estaban seguros de haberlo visto, o encontrado, y ¡¡tenían realmente un montón!! Pero tenían varios días por delante, y el optimismo era pleno.

El día se apagaba de a poco, y decidieron volver. Haciendo dibujos en la arena con el pulgar del pie, caminando, dando pequeños saltos, volviendo, Augusto vio que Luis se había quedado inmóvil, con las bolsas que cargaba derramadas en la paya, casi todo desparramado.

- ¿Qué te pasa?

- Vení.

- No me digas que…

- Vení, no me quiero ilusionar, míralo vos y decime.

Augusto se acercó, se agachó, inspeccionó, con cuidado, con esfuerzo, ya había menos luz que cuando empezaron. Miró a Luis y le dijo que era muy probable, que sí, que era.

- Contá los colores.

- Ya los conté. Tres veces. Son seis.

- Guárdalo, guárdalo.

Según Augusto, era solo un divertimento, pero que lo habían encontrado, lo habían encontrado. Y se dieron cuenta que sí, los mapas y las “brújulas yo-yo” de la infancia son tan útiles como los que aparecen en los libros y las películas, y hasta quizás sean aún más reales y todo aquello cobraría sentido muchos años después, cuando Luis le cuente a sus nietos el día que encontraron con el Tío Augusto el caracol mágico, un día, en San Eduardo del Mar.

Estuvieron callados todo el día, y los siguientes. Parecía algo normal, pero Luis, héroe decidido, tenía una idea firme, y no iba a volver a la ciudad sin experimentar el poder del amuleto.

Mamá nos dijo que antes de volver iríamos a visitar al tío Luis. Igual, igualito a mi abuela, acaso cuadro, pintura. Esperaba sencillamente el fin en una especie de hogar en una ciudad chiquita cerca de donde estábamos. El tío Luis era el hermano mayor de mamá. En realidad, mamá llegó al mundo por esas cosas de la vida, mucho después de que su familia ya estaba conformada. El tío, del que mi hermano tomó el nombre, nos había enseñado a jugar al truco con señas y al chinchón, y eso será siempre nuestro tío: un mazo de cartas siempre listo para una nueva partida, tío Luis, casi abuelo.

A mí no me gustaba el lugar, pero sí me gustaba ir a verlo, siempre me gustó visitarlo, y eso hicimos el último día de esas vacaciones.

Antes de entrar, Luisito me dijo en voz baja, con la cara seria:

- Mirá, Martín, quiero que en algún momento te lleves a papá y a mamá. Déjame solo con el tío, y con Augusto. Le voy a dar algo que lo va a curar, así puede venir a casa, a jugar a las cartas.

Yo soy ante todo, como hermano mayor, cómplice de todos los planes de estos dos bollitos de ideas, así que asentí sin dudarlo, en posición y compostura de secreto, sin preguntar nada, sabiendo exactamente qué era lo que iban a hacer.

Tío Luis estaba como viejo, aunque no lo era tanto, en verdad. Pero estaba achicado por la enfermedad, se movía lento, pero siempre jovial y fresco. Daba un poco de pena verlo así.

De un momento a otro, en el medio de una conversación que no llegaba a nada, el enano me miró, y empezó a revolear los ojos y levantar el mentón y cejas, señalando a mamá y a papá, seguido de una dirección fuera de la habitación, vaya si no son tan transparentes los niños cuando son niños.

No sé qué les dije, pero rápidamente los saqué, y se quedaron los tres. Luisito hierático e inmenso a la espera del milagro, Augusto, impaciente con el mazo en la mano y Tío Luis, breve y solo, árbol paciente.

- Tío, encontré el remedio- Dijo el más enano- ¡Encontramos! (se corrigió) con Augusto, ¿Vos sabes del caracol de los portugueses? El que se perdió y dicen que está en nuestras costas…

- ¡Claro que sí!- dijo muy animado el tío- no me digas que…

- ¡¡¡Shhhh!!!- interrumpió el Almirante- sí, lo encontramos hace unos días. Tiene seis colores y es redondo, mirá.- Y se lo mostró, todavía tenía arena, no era gran cosa, pero tenía seis colores y era muy lindo- te va a dar fuerza para salir de la silla, y para poder irte con nosotros caminando, nos falta uno para el truco.

Tío Luis de a poco se largó a llorar, sin poder detener el torrente. Esos llantos silenciosos y quietos que empiezan solos y quién sabe cuándo terminan.

- No sabemos cómo se usa- siguió Augusto- Pero si lo ponemos debajo de las piernas pensamos que puede funcionar.

Yo retuve a mis padres lo que más pude pero volvíamos ya, y al entrar en la habitación, vimos a los tres: Augusto mirándonos, atónito, Luisito ancho y enorme, doctor y mago, y Tío Luis totalmente erguido entre la silla y sus pedales, lleno de lágrimas.

En realidad, estaba apoyado sobre sus brazos, no tenía fuerza en las piernas. Estaba aguantando su propio peso con un esfuerzo inmenso, pero Augusto y Luis necesitaban la prueba del caracol y necesitaban confirmar la autenticidad de su brújula y mapas.

Tío Luis se sentó de nuevo. Y los abrazó, llorando y sonriendo.



Biografía: 

Lucas Ignacio Bruno, nacido el 03 de julio de 1987, en Buenos Aires, 2do de 7 hermanos. 
Realizó estudios de filosofía y música. 
Autor de: "Cuentos para leer Ayer", publicado en febrero de 2020.




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