Víctor, el niño del campo

Víctor era un niño campesino que había nacido en Guaremal, en esos cerros azules que se avistaba desde el pueblo, imponentes, erguidos. Allí, tenía su familia un ranchito muy pobre, su padre, un jornalero del campo que se levantaba en las frías madrugadas para salir a labrar su conuco con su marusa debajo del brazo donde no faltaba su avío, compuesto de una arepa redonda, más grande de lo normal, rellena con un par de huevos criollos, provenientes de su gallinero que tenían en el solar; además acompañado de un jarro de café que ellos mismos molían y tostaban los sábados, después de la llegada de la ciudad, a la cual iban montados en burros con sus cargas de yuca, café en grano, auyamas, y algunas veces, maíz.

También, en otras oportunidades, toda la familia bajaba por la Calle Nueva para asistir a la iglesia Santa Lucía, a escuchar la Misa dominical o en fiestas de guardar. Sótera, su madre escogía sus mejores galas y vestía a sus muchachos con su ropaje limpio y planchado, todos venían muy contentos, Saturno, Nelson, Eduviges, María y Gerardo y en especial Víctor que disfrutaba mucho esa estadía en el pueblo. Este muchacho creció junto a sus hermanos jugando con los pececitos que se quedaban atrapados en las aguas que ellos retenían, de aquellas quebradas que silentes bajaban de lo más alto de la montaña con piedras y palos para hacer los pozos de aguas cristalinas que por estar circundados de inmensos árboles de samán, cara caro, roble, enormes maporas, oscurecían el vital líquido que en épocas de sequía paliaban las necesidades en el hogar.

Agua que los muchachos debían transportar y así llenar las pimpinas y las tinajas, dispuestas en un pretil, al lado de la cocina, compuesta por un fogón que permanecía prendido casi todo el día. En él se tostaba el aromático café, las sabrosas arepas, las suculentas caraotas, aliñadas con cilantro de monte, algún cebollín que sembraban en el patio, detrás del humilde rancho y que nacían bajo la sombra de un explayado cují donde revoloteaban pájaros de distintos colores y tamaños diversos que además hacían mucha bulla en las mañana y en el atardecer.

Luego venían las chicharras y los grillos que junto a los cocuyos eran los únicos animales que se atrevían a andar en esa oscurana que se formaba cuando llegaba la noche y que de vez en cuando era surcada por el grito del alcaraván, los gavilanes, las pavitas y las lechuzas. Su mamá Sótera tenía un burro que les ayudaba en las faenas del hogar en el cual montaban unas cestas confeccionadas de eneas por su abuela María de los Ángeles y ellos trasladaban los frutos desde la parcela, ya fueran cambures, plátanos, auyamas, yuca, ñame y otras veces servía para buscar los mangos y aguacates en temporada, también las dulces y a veces ácidas guayabas o los jobos que su mamá les advertía no los comieran en demasía porque daban calentura. Así creció ese muchacho, sin malicia, feliz, rodeado del amor de sus padres y hermanos con un bagaje de cuentos y anécdotas de esos campos vecinos o del pueblo, que allá abajo se encontraba y que de noche, a lo lejos vislumbra con una luz tenue y amarilla, provenientes de unos faroles pescantes que parecía que bailaban al compás de alguna Rockola que funcionaban en aquellos botiquines que tenían tabiques, detrás de sus puertas por lo que no permitían miradas indiscretas de los parroquianos.

Texto de Belky Montilla.


                                         Ilustración de Nelly Merola

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