Endebles techos de plástico

No fue de un momento a otro. Fue más bien algo que iba apareciendo de a poco en nuestros sentires. Y sobre los últimos minutos, todos quisimos ser ella. Por lo menos por unos instantes. Su grito purpúreo de libertad, expuesto en la más lábil sonrisa, sus hombros descubiertos.
Llevaba una maceta mediana, la abrazaba con sus brazos débiles sobre el abdomen. En la maceta se desperezaba frágil un bonsái de jacarandá, que se estremecía en cada una de sus exhalaciones; sus ramitas más largas cosquilleaban su fina nariz y su sonrisa inquieta.
Ella subió en el octavo. Para ese momento ya casi no había lugar para nadie más. Cabía solo ella y su maceta cuando entró. Me pareció extraño. El elevador subía, ella bajaba.
Unos minutos antes de todo, yo entraba en el edificio con mi sobrino. Lo traía de sus clases de clarinete, unas cuadras más allá, afuera. Mi hermana me había pedido el favor de ir a buscarlo y traerlo de vuelta a casa. Ellos viven en el doce, el último piso.
Mi sobrino vuelve de las clases de clarinete como si hubiese estado en un país lejano, donde la realidad es más bien una idea, donde las leyes de la gravedad, de la inercia, y todas las otras leyes no rigen ni tienen poder alguno sobre ninguna cosa. Volvía de la música de un modo muy curioso: sus ojos estaban allí, pero no su mirada. Su corazón latía, pero el eco resonaba en otra parte, no aquí abajo… y así quedaba un buen par de horas, calmo, casi ido, en breve levitación.
Algunos más ingresaron con nosotros, a quienes saludamos y con quienes intercambiamos saludos, palabras, augurios climáticos… naderías.
Como si nos hubieran convocado, nos reunimos todos en la planta baja y formamos un pelotón junto a la puerta. La señora del once subió con unas bolsas que emanaban frutas y verduras, y hacían del habitáculo un pequeño pasadizo secreto que solo se puede atravesar con los ojos cerrados. Si se abren, se vuelve a esta otra parte de la vida. Este pasadizo nos coloca en la más dulce soledad, nos lleva a una pastura virgen de pimientos y tomates y frutillas; brisas de la mañana, cigüeñas y arroyos escondidos. Un billete de ida y vuelta por los lugares que hemos soñado las veces que, exhaustos, entrelazamos los dedos detrás del cuello envueltos del ruido del mundo. La mujer es muy amable así… nos regala ese viaje minúsculo y cerebral con la única condición de decirle buen día, inclinando levemente la cabeza.
Es extraño… ¿No es que todos?...
De a poco, sin sorpresas, el ascensor se llena y nos acomodamos, como cajones del antiguo Abasto, hacia el fondo, mirando la puerta corrediza del elevador.
Mi sobrino, el pequeño Julio, y yo, esa vez, entramos en primer lugar, y apoyamos los codos, piernas y espaldas en el espejo trasero, y veíamos las nucas de los que entraban y se ponían en posición.
El suelo se alejaba de la tierra firme bajo nuestros pies, y nosotros nos elevábamos blandamente, imitando acaso el anhelo del espíritu.
A veces hasta se puede sentir cómo todos los que están encerrados en un ascensor quisieran que éste subiese sin parar y que se abriese en el mismísimo cordón de asteroides, o en Aldebarán, o en Antares, en el propio lomo del Escorpión. Se siente, realmente. Si se pudieran oír los pensamientos creo que se transcribirían las expresiones más genuinas del deseo de volar, de ser transparente, invisible; el dominio total sobre el peso del cuerpo y elevarse sobre los propios pies con solo desearlo. Tal anhelo, confesión unánime y casi tácita de la humanidad de poder desaparecer por alguna medida de tiempo, esfumarse, y volver a la realidad luego, en aires de alivio. No es curioso que estos pensamientos surjan en este tipo de situaciones en las que uno está como encerrado o con las ansias de salirse. La vibración íntima y personal experimentada desde el mismo centro de la existencia de abarcarlo todo o verlo todo, hacerse omnipresente, contenerlo todo en la palma de la mano…; O en sentido contrario, que abriese sus puertas ante la entrada del Averno… solo por viajar un rato. Y luego, volver. A casa, al trabajo, a clases de clarinete.
Los que eligen saludable y gimnásticamente las escaleras tendrán sus historias, pero sepan que a las constelaciones se llega en ascensor.
Como bien dije, ella subió en el octavo. Cuando se abrió la corrediza, su figura apareció en pedazos. Primero su mitad derecha, y luego terminó de aparecer su otra mitad. Uno sabe que siempre aparece la totalidad, pero hasta que eso no sucede, se espera.
Entró callada, sonriendo.
Una extraña epifanía.
Callada y sonriendo… pero… ¿No es que todos?...
Entró y, mirando el tablero numerado, presionó el botón del primer piso, se iluminó el contorno del cuadro del “1”. Bajaba. Todos los demás subíamos. Es decir, al salir del ascensor Julio y yo en el último, ella quedaría sola. Desde allí, ella y el jacarandá emprenderían su descenso solitariamente, quién sabe hasta dónde.
Esto fue lo que sucedió: el asombro fue general pero no instantáneo. Fue algo incómodo al principio.
Hasta que llegamos con Julio al doce, la sensación fue la de un viaje de horas.
Llevaba ropa de jardinería, el pelo suelto, no tenía anillos. Un bonsái y alpargatas blancas.
El muchacho que había subido casi al mismo tiempo que nosotros me miró como preguntándome si no era más normal que todos…
Se sintió incómodo, como observado, indagado; como si su persona estuviese siendo investigada, asediada.
La muchacha, después de apretar el botón con el codo, no se dio vuelta. Permaneció de espaldas a la puerta. Quedó de frente a todos nosotros. Como si estuviese mirándose en el espejo del fondo. Como quien entabla una conversación muda con su otro yo de vidrio, comparando sus jacarandás, a ver cuál baila mejor y cuál hace más cosquillas; cuál de las dos es más alta, cuál pestañea primero... Pero entre ella y el espejo estábamos nosotros. ¿Nos vería acaso? ¿O éramos invisibles para ella? ¿Qué habría pasado si ella se movía, si se hubiese acercado al espejo? Tuve la sensación de que nos habría atravesado indoloramente, como si su consistencia fuera inmaterial y sutil, y habría desaparecido en un túnel misterioso. Comprendí lo baladí de las miradas del mundo. El mínimo daño que pueden hacer, su poquedad infinita, su nada ante el todo de nuestros jacarandás y nuestra frescura. ¡Estaba realmente de frente a todos nosotros!, casi desafiándonos. Cinco contra uno. Una mujer carraspeó, para despertarla tal vez de su sueño de realidad inconexa. Pero no.
Nos interpelaba su rostro vivo, su vida misma, encerrada en ese cuerpecito débil.
Y respondo yo: No. No es que todos deben mirar a la puerta del ascensor al subir o bajar. Uno lo toma como se le da la gana, como es, como vive.
Esta fue la lección. Quizás hasta se escuchó un bramido estoico ente la presencia de la reina de los jardines: las cosas como son.
No había gravedad alguna. Los brazos, que estaban tensos, se aflojaban, las manos se desenredaban, solo con verla… todos quisimos ser ella en ese momento, liberar para siempre los temores, dejarlos en las plantas inferiores, ascender hacia el cielo de ascensores vacíos.
Giré levemente la cabeza para asegurarme de que el espejo permaneciera detrás. Me vi sonriendo. Me sorprendí a mí mismo por no haber sentido anteriormente esa extraña felicidad en el rostro. Me veía en el espejo y detrás de mi cuerpo real estaba ella, como silbando una canción, bailando imperceptiblemente con su árbol enano. Noté que todos habían cambiado, tanto en su realidad como en sus reflejos. El impacto del principio fue solo momentáneo. Se los veía mejor así.
En el noveno bajaron algunos, y para el décimo quedamos Julio, ella, la señora de las frutas y yo. Solo quedaban dos pisos más ante esta presencia inusitada.
Quise hablarle sin saber en absoluto qué decir. Tomé aire para articular alguna palabra, pero nada salió de mi boca. Julio intentaba y ensayaba movimientos sordos en el clarinete, sin llevarlos al sonido… se escucharon las pequeñas teclas de metal y pareció que llovía en algún lugar sobre techos de plástico, lejos de aquí.
Sonó el timbrecito del piso doce, se abrieron las puertas, me hice lugar para descender, la miré, me miró, le pedí que retuviera el elevador, dejé a Julio en la puerta de su casa rápidamente y saludé a mi hermana casi sin hablar ni mirar. Me dijo gracias, y volví presuroso a la máquina prismática donde esperaba ella, sosteniendo la maceta con un brazo, la corrediza con el otro.
Al entrar, vi que el número 1 estaba desactivado, ya no estaba marcado ni resplandeciente. No quise preguntar ni a ella ni a mí mismo qué significaba el hecho de haber cancelado su descenso.
Tomó aire hondamente, suspiró por fin. Apoyó la maceta en el piso y acarició al jacarandá. Se incorporó. Se sacudió las reliquias de cerámica que habían quedado pegadas a las ropas. Me volvió a mirar.
- Abrigáte. Más arriba hace frío, hace poco estuve allí.

 
Imagen tomada de Internet
https://www.lanuevacronica.com/como-convertir-un-ascensor-en-una-obra-de-arte

Biografía:

Lucas Ignacio Bruno, nacido el 03 de julio de 1987, en Buenos Aires, 2do de 7 hermanos.
Realizó estudios de filosofía y música.
Autor de: "Cuentos para leer Ayer", publicado en febrero de 2020.

Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Pacto

AMOR DE OTRO MUNDO

CARTA A UN AMIGO MUY ESPECIAL