El antícuento de Rogelio

El trabajo en la capital siempre se le hizo muy pesado y abrumador. En la hora que tenía de descanso, siempre se ponía a mirar por la ventana de su oficina, el panorama reflejaba el mismo árbol, su única conexión con la naturaleza. Soñaba con dejar todo atrás y vivir en las verdes praderas, respirar aire puro por las mañanas y que el sol sea su abrigo y compañero. Siempre soñaba lo mismo el pobre Rogelio, año tras año.

Un día en particular, cuando bajaba del colectivo repleto de personas somnolientas y malhumoradas, le llegó un aire de frescura, una cachetada de realidad que lo dejó paralizado, lo único que pudo percibir fue su reflejo en la vidriera de una panchería de la esquina, se vio viejo, arrugado como árbol sediento de aventura. Miró su traje desaliñado y oscuro, nada de lo que se reflejaba tenía una chispa de vida, ni siquiera esos ojos marrones, ya sin brillo.

Llegó a la puerta de su trabajo y no pudo entrar, la gente lo empujaba y el seguía petrificado, mirando con terror esa puerta de hierro que lo venía devorando hace tantos años. Dejó caer su maletín y se sintió liberado por un segundo. Los contratos que guardaban dentro se volaron como bandada de pájaros en escape.

Sin dudar y con toda la convicción que no tuvo en mucho tiempo, renunció esa misma mañana a su trabajo, llegó a su casa y comenzó a juntar sus pertenencias de más valor, fue vendiendo uno a uno sus recuerdos más preciados, juntó todo el dinero que pudo y se marchó.

Dejó atrás su casa, su familia, sus amistades y sobre todo, tantos años de vida de engranaje. Compró un pasaje a Córdoba, a las altas sierras, llegó y se perdió entre las montañas, camino sin parar y en ningún momento miró hacia atrás, escaló montañas, cruzó ríos y arroyos, pasó por tormentas y altos grados de calor, pero siguió, sentía en cada paso que retomaba las riendas de su vida.

Llegó a la sima de una montaña y en su rostro se dibujó una sonrisa, ese era el lugar en donde se quedaría, allí sería de ahora en mas su hogar.

Juntó piedras del lago y fue construyendo su casa, una simple morada que lo refugiaba en las horas de sueño. Con ramas y rocas se ideó algunas herramientas, con las cuales creó una caña simple de pescar y un martillo bastante primitivo.

Se sentía feliz con su nueva vida, completo. Cada mañana salía de su humilde casa y saludaba al sol que lo esperaba, lo mismo hacia con el lago y los árboles. Tomaba su caña y se sentaba en una piedra en medio del agua a esperar que algún pez se convirtiera en su almuerzo. Le divertía ver como los rayos del sol traspasaban la superficie del lago y hacían brillar las rocas del fondo. No quería cambiar nada de su nueva vida, era justo lo que siempre quiso, tranquilidad y naturaleza.

Pasaron los días y se convirtieron en meses, estos en años, en treinta años para ser exacto. Siempre la misma rutina, salía al sol, saludaba a la madre tierra y se ponía a pescar.

Pero esa mañana algo cambió, se quedó mirando su reflejo en el agua, se vio joven y alegre, lleno de vida, tanta que no la pudo resistir… Sus únicas palabras en treinta años fueron: No doy más, hasta aquí llegué.

Y se dejó caer al lago sin resistencia, con un árbol quebrado por el viento, cayó boca abajo y dejó que la corriente lo llevase a otro lugar, y así fue, su cuerpo fue arrastrado veintitrés kilómetros corriente abajo.

Su forma física ya sin vida quedo atascada en unas ramas y por fin, después de toda una vida vivida, fue parte de la naturaleza.


©Autor: Rodrigo Fazio


Imagen tomada de Internet


Comentarios

  1. Excelente e hipnótico cuento con ese desenlace que te lleva. Sobresaliente al querido Rodri un cuento tremendamente bien logrado. Bravo...

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  2. Muy buen texto! Para la reflexión!

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